De un tiempo a esta parte he comprobado que los actores ya no saben saludar en escena.
Peco de ese vicio de nuestra época que es dedicarles demasiado tiempo a las redes sociales. Y por mi profesión suelo ver imágenes de compañeros y compañías que cuelgan fotos y vídeos; en algunas ocasiones con obscena habitualidad. Y, tengo que decirlo, cada vez me produce más vergüenza ajena mirar los vídeos de los saludos de los actores al final de una función.
Creo que es José Carlos Plaza el que afirma (con gratificante contundencia) que el saludo al final de la representación sigue siendo parte del espectáculo. Pero, claro, esto lo sabemos, a día de hoy, cuatro locos. Lo sabemos, y lo mantenemos. Porque, como muchas otras dinámicas de este oficio, el saludo final de los actores tras la función se ha transformado. O está a punto de perderse. O se ha perdido ya, si optamos por una visión menos optimista.
Pero a lo que iba. Que en este país los actores ya no saben saludar. Hace algunos años la compañía que quería alargar este homenaje del público tenía un recurso muy sencillo: hacer tantas glorias (saludos) como fuesen posibles antes de que decayese el sonido de los aplausos. Y así, las compañías salían a saludar una y otra vez para que los espectadores, en un acto de generosidad sin parangón, les premiasen con una salva de palmas interminable y, en muchas ocasiones, vergonzante. La picaresca en este país siempre ha flotado en el ambiente como un complemento añadido al oxígeno. Pero, comparado con la deriva que han tomado las cosas, esto ya casi se queda en una travesura infantil.
He visto con pesar que el momento del saludo se ha convertido ya en algo parecido a una fiesta exclusiva de los actores. La función termina, el público arranca a aplaudir y, a partir de ese momento, la liturgia del teatro desaparece y el escenario se transforma en una celebración ególatra de los que lo ocupan. Y así, vemos a los actores bailar, celebrar entre ellos su (a veces muy subjetivo) triunfo, saludar a sus familias, colegas y amigos sentados en las primeras filas, sacar a las tablas a todo el equipo técnico, quieran ellos o no, además de al director, al autor, al adaptador, al traductor, y cualquier propio que ronde entre cajas en ese momento. Y, de esta manera, en el escenario se celebra una fiesta que nadie ha organizado y en la que pocos quieren continuar pasados unos segundos. ¿Por qué? Porque el público, con sus palmas, está poniendo en evidencia un acto que progresivamente se le vuelve ajeno: los de arriba saben, más o menos conscientemente, que esto ya es una cosa entre ellos; el público pone la banda sonora. Y sucede en los estrenos y en cualquier representación; porque la ocasión siempre es buena para compartir el saludo con regidores y otros técnicos, para intercambiar guiños cómplices, besos, palabras de aliento y risas entre los actores.
Y no ocurre esto solamente en compañías jóvenes, a las que se les podría achacar esta falta por su bisoñez, o por su temerario diletantismo. Actores con una ya más que dilatada trayectoria se regodean en estas francachelas escénicas olvidando lo que un día sí respetaron. O, lo que es peor, dándolo por muerto.
Uno de los pilares del hecho escénico es su ritualidad. Cierto es que esta sacralidad laica se ha ido adaptando al paso de los tiempos: el gas dejó paso a la electricidad e internet arrasó con las colas en las taquillas de los espectáculos de éxito. Bien. Pero hay aspectos de esta celebración, de esta reunión en comunidad para escuchar historias, que todavía perduran. Y en lo tocante a esa ritualidad, se nos haría muy raro, por ejemplo, que un actor, ya caracterizado como el personaje que va a interpretar, saliese de detrás del telón para saludar a un amigo o familiar antes de empezar la función. Sería muy extraño también que los técnicos estuviesen dando los últimos retoques a la utilería, cambiando un foco estropeado, o cualquier otra actividad mientras el público se está acomodando (sí, esto se ha hecho, pero con una finalidad metateatral). Todo es parte de un ritual ancestral que se respeta y que, de alguna manera, nos habla de quiénes somos y dónde estamos.
Y el saludo al terminar la función debería ser parte también de ese ritual. Es el momento en que los actores agradecen el reconocimiento del público en forma de aplauso. A su vez, el público agradece el trabajo de los intérpretes (en su propio nombre y en el de la compañía a la que representan) como contadores de historias. Es el momento en que la comunicación entre el escenario y la platea se vuelve más directa, más completa. Tanto que, a veces, esa forma de comunicación se verbaliza con algún “bravo” o expresión semejante. ¿No merece ese momento una solemnidad y un respeto que ahora se le sustrae en nombre de no sé qué absurda y festiva celebración?
Pero toda esta reflexión no tiene más objetivo que satisfacer una necesidad íntima de dar fe de este hecho que, como tantos otros, son consecuencias del tiempo que nos ha tocado. Y aunque uno quiera luchar con brillante armadura contra ellos, sabe de antemano que la batalla está perdida y que sólo le queda el recurso al pataleo.
Toda la razón