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Foto del escritorJuanma Gómez

1985. LA MUERTE DE UN VIAJANTE, de Arthur Miller. Dirección José Tamayo

He pasado ya cinco veces por el hogar de los Loman; cuatro en Madrid y una en Londres. Me gusta Miller. Me gusta “El viajante”. Creo que es una de las grandes tragedias del siglo XX. Tengo con esta obra un vínculo personal: sé lo que es el mundo del viajante de comercio (el “salesman” del título). Miller también lo sabía. Y durante mis primeros tumbos teatrales tuvo que darse la feliz coincidencia de que se estrenase en el teatro Bellas Artes la producción de José Tamayo de La muerte de un viajante.



La cuestión es que, cuando salí del teatro, yo me llevé debajo del brazo esa peripecia, ese dramático deambular de Willy Loman entre su familia, sus fantasmas y su abismo personal provocado por su despido. La elegía con la que Miller respondía al sistema y, sobre todo, esa pelea por rescatar al individuo de las dentelladas de un capitalismo voraz, se levantó en el escenario del Bellas Artes como una revelación. Nunca la he vuelto a ver como la vi entonces. Fue la magnífica impresión de las primeras veces, es posible. Pero también pudo haber operado en sentido contrario.


Y creo que también despertó mi afecto a una forma de ver teatro que me sigue provocando, a veces, muy buenas sensaciones. No se trata de conectar con la fábula. Ni del valor de unas interpretaciones dotadas de verdad y honestidad. Tampoco es la importancia del mensaje o de su conexión con los temas importantes. Es todo eso; pero es, sobre todo, una conmoción. Por eso se recuerdan unas experiencias escénicas y no otras. Por eso unos montajes dejan huella y otros se pierden en el olvido.



Porque el Willy Loman por el que se decantó López Vázquez llevaba la marca del fracaso desde su desolada entrada en escena. Me sorprendió. Acostumbrado a verle en televisión, creo que fui consciente por primera vez de la dimensión de lo que un actor puede dar de sí. Y con él, una Encarna Paso que te apretaba las tripas en el Réquiem final. Y estaban también a esa misma altura reveladora Santiago Ramos, Juan Calot, Juan Carlos Martín, José Vivó, Miguel Palenzuela, Resu Morales... magníficos todos.



Después leí la versión de López Rubio (la que se utilizó para ese montaje) y he ido persiguiendo al Viajante en otras traducciones, en su texto original, en otros montajes (desafortunados unos, más valientes otros), imaginando posibles puestas en escena o reinventando otras ya hechas; tratando de concebir cómo pudo ser ese estreno de 1949 con un Lee J. Cobb que contaba solo treinta siete años de edad, bajo la batuta de Elia Kazan. O el que el propio Miller dirigió en Pekín. O el que le dio el Tony a Brian Dennehy. O el que hundió en el alcohol a Philip Seymour Hoffman.


Y el Viajante me ha abierto la puerta a su propio autor. La universalidad de los textos de Miller encuentra su germen en su compromiso político y social, que le ha llevado a denunciar injusticias propias y ajenas, ya sea oponiéndose a la maquinaria histérica del Comité de Actividades Antiamericanas o defendiendo el ideario de una sección del partido demócrata en sus posiciones a favor de los derechos civiles y la eliminación del segregacionismo. Su lucidez, como autor y como hombre de su tiempo, sigue siendo asombrosa.



Es una sensación muy extraña la que se produce al reunir todo lo que supone ahora para mí La muerte de un viajante y el pensamiento de Arthur Miller con aquel día de enero en el que, con un frío de perros, atravesé las puertas de cristal del Bellas Artes para conocer por primera vez a Willy Loman.



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